viernes, 28 de diciembre de 2012 2 comentarios

Entre los recuerdos de tu nombre

No voy a negártelo. He pensado en la muerte. He pensado en el final de un camino, en un mar inmenso, he pensado en todos los que ya esperan. Incluso les puse voz a través de mis palabras. Tampoco te voy a negar que he pensado en el tiempo, que me siento preso, que me aprieta en sus cadenas. Que un reloj es tan sólo muestra de la esclavitud a la que nos atamos. Una cruz que va pesando cuanto más piensas en ella.

Pero tampoco voy a mentirte. También he pensado en ti. He pensado en el camino que vamos a recorrer juntos, en los ríos por los que paseamos, en todos los que nos abandonaron y en aquellos que nos acompañan. Incluso he querido retratar los sentimientos vividos en cada texto que mis dedos pasearon como una melodía por las teclas negras de letras blancas. Voy a decirte la verdad: soñé con el futuro, con agarrar tu mano para no soltarla y no sentirme atado. Que un anillo será sólo la muestra de que decidí sobre mi destino. De que, llegado el momento, me convertí en amo de mi sí y en sí supe que te amo.

Y si pienso en tu nombre, huelo al mar que nos vio crecer, veo el cielo de nuestros atardeceres encerrados en papel, o en pantalla. Y si pienso en tu nombre, también veo el horizonte donde ese mar y ese cielo se unen. Y si pienso en tu nombre, será que no puedo tocarte, será que no puedo acariciarte, será que no puedo sentirte, tan sólo en el recuerdo de tus sílabas.

Debo serte sincero: el olvido nunca llegará. Todo ha quedado bajo tu marca. Como una luz que ha escondido a la sombra y ahora lo baña todo. Quemas con tus manos mis recuerdos y los grabas en un rincón donde las olas no llegarán a ocultarlas. Y sé que moriré -desdicha de todo hombre- recordándote. Y no creas que eso me duele, no malpienses, porque te intento expresar que esa es la mayor alegría con la que podré vivir: saber que durante todos esos días señalados desde algún momento inocente amé, amo, y fui amado, soy amado. Y nada hay mejor que saber que fue cierto.

Y no habrá, ni hubo, ni hay ningún error en pensar que es, fue y será un acierto.

El cielo está estrellado, dijo Neruda. La luna en el mar riela, dijo Espronceda. Y nosotros compartimos una luna con su inseparable estrella.
 

No será la que más brille, no será parte de ninguna constelación importante. Quizás sea un punto insignificante, si alguna luz en nuestro universo puede serlo. Pero no importa, será nuestra promesa. Será el punto que ambos compartimos en la cima de alguna vocal. La inseparable compañera de una luna que siempre está pendiente de su estrella.

Sólo tengo la certeza de que nos iremos y aún seguirá la estrella brillando, aunque muriera hace milenios, emite su luz a todo el universo, expandiéndose a distancia, dejándonos ver la belleza de algo que no debería tener tiempo y lo tiene.

Mi deseo es proyectar tu nombre como esa luz. Sellarlo en el acero, atarme al cielo, ser un loco. Porque es de locos amar y no quiero estar cuerdo si no puedo hacerlo. No sé adónde nos llevarán nuestros pasos, pero espero construir el cielo contigo. Cada 28 de diciembre alzar de nuevo las alas, con más fuerza que la anterior ocasión. Y volar juntos cuando llegue el alba.

sábado, 1 de diciembre de 2012 0 comentarios

Unas últimas palabras

La ventana sólo le traía los recuerdos de una vida fugaz. No estaba preparado para irse, nadie lo estaba. Pero no podía soportarlo más, el dolor había ganado la batalla, la enfermedad lo arrastraba entre la oscuridad de una luz que se escondía entre las cortinas. Miraba hacia la profundidad sin saber qué veía. Aunque sabía perfectamente qué quería ver, una imagen difuminada, una imagen que le transmitía a la par alegría y tristeza.

Lo había acabado por asumir. Que se iría, que se estaba yendo. Y aún así, no pasaba un segundo sin lamentarlo, sin intentar saborear cada último destello de luz que sus ojos le permitieran ver. Quizás algún cabello rubio, quizás una niña llorando, quizás sus dos niños pequeños, un futuro incierto que dejaba en manos de quien más había amado. De por quién había sido capaz de iluminar un camino con las luces de la esperanza. Y apagar todas esas velas con un aire mortífero, un último aliento que teñía el dorado en luto. Tiempos felices que se deshacían como cualquier sonrisa en los últimos meses.


Un momento de descanso en mitad de una agonía, unos segundos que sabía que serían los últimos. Podría llamarlo un regalo de Dios, él, que creía, que siempre tenía la sonrisa y el hombro para apoyar. Otros sólo tenían lágrimas dedicadas a una larga enfermedad y a un breve momento de lucidez. Alguien le cogió de la mano. Pudo notar la humedad, sin saber si sería por el frío de un invierno anticipado o por las lágrimas recogidas en la palma de quien agarraba su mano en aquella tragedia anunciada.

Se había despedido. Había podido dedicar unas últimas palabras a cada uno de sus hijos, a su esposa. Había podido sentirse bien consigo mismo y, sin embargo, sólo tenía lamentos. Una vida truncada cuando más podía vivirla. Nunca vería nacer a sus nietos ni crecer a sus hijos, pero estaría siempre presentes entre ellos. No pudo llegar a imaginar todo lo que sucedería. De haberlo hecho, se hubiera reído, con ironía, con elegancia, con la simpleza de un hombre que siempre había creído en las ilusiones de la vida.

Muchos serían los que después de aquel día se preguntaran qué hubiera ocurrido si él, con su forma de ser, con su alegría, con su cercanía, siguiera entre ellos, siguiera caminando por las calles sabiendo con sólo un vistazo qué talla le vendría bien a cada cual.


-Tengo que pedirte perdón -pensó que decía, sólo balbuceaba medio inconsciente mientras alguien apretaba su mano con fuerza- nunca pensé que te daría este regalo. Nunca deseé sentirte llorar en Navidad, siempre pensé que este momento era para brillar, para recordar lo buenos que podemos ser aún cuando creemos que no lo somos. Siempre pensé que -tosió- era el momento de las sonrisas de los niños. Y ahora sólo oigo el llanto de mi Magdalena, siempre llora, siempre tiene miedo, y ahora no estaré para recordárselo, ni para abrazarla cuando me necesite. Tampoco podré ayudarte con ese nervio, ni podré levantarme una noche a ver qué le ocurre al pequeño. Lo siento, siento que lo que yo quería se pueda convertir en un peso para ti, pero espero que seas la mujer estupenda con la que me casé. Que sepas encontrar la vida que te mereces y que nunca me olvides, pero que no te retenga. Sé feliz, porque te lo mereces.

Dejó de intentar sujetar su mano. La luz se apagaba. El eco de una voz que le llamaba y él sólo sentía que las arañas que recorrían su cuerpo detenían su deambular. Y de esa forma, entre sollozos, ante la vista de los presentes, dejó caer sus párpados, dio un suspiro, intentó sonreír y nunca más volvió a levantarse.

Y de esa forma, la vida de todos cambió de rumbo, partiendo desde aquel cambio y regresando, de forma inevitable, a ese punto. Porque su sonrisa, su alegría, la persona que se había ido, había dejado una huella en forma de ausencia para todos los años venideros.

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